Past tense

Me acuerdo de cuando nos valía con estar todos juntos. Unas cervezas, el parque, la xbox o la wii. Algo tan sencillo como un juego de mesa o quedar en el Duende. Todo esto me ha venido a la mente porque el otro día volvía a casa con mi hermana y en un cruce nos separamos momentáneamente. Confundido me uní a su camino porque de inmediato vi que su ruta era la más rápida. Solté, sin más, una frase: la costumbre. Sí, la costumbre de cuando esa era la ruta perfecta para todos. Los tiempos felices, tíos, ¿os acordáis? 

Me ha ocurrido porque he vuelto a hacer la ruta por el camino de siempre. Pese a haber sido consciente de que estaba tomando el camino largo he decidido en continuar por él. Dios mío… me he acordado de tantísimas cosas. Ha sido realmente tierno. Y muy divertido. Un Guitar Hero nos sobraba para montarnos la fiesta, unas películas o interminables sesiones de música. Supongo que la vida nos ha amargado y que once años después nos hemos querido convencer de que vale más guardarnos bien a nosotros que desproteger nuestras posiciones para cubrir a un amigo. 

Puede que en algún momento nos volviésemos menos generosos; sobre todo creo que nos creíamos menos importantes y teníamos, está claro, muchísimo menos ego. Éramos más sencillos y con poco nos bastaba. Era lógico querer explorar nuevos horizontes y, supongo, ahí empezamos a tener preferencias, a gestionar el cariño y aprendimos a administrar el rencor aunque fuese en dosis ínfimas. Pero era eso, el germen. Luego supongo que las cosas fueron según lo previsto. La entropía, quiero pensar, que nos hizo conscientes de lo unidos que estamos al cosmos. 

Todo tiende al caos, a la ruptura. 

Y a pesar de todo ello algunos sobrevivimos, nos rehicimos y crecimos fuertes. Pero no lo suficiente, salta a la vista. Qué pasaría con esos chavales que se preocupaban los unos por los otros, que en invierno compartían sofá y salón y en verano la piscina. Las primaveras en la terraza de Marcos siguen siendo espectaculares. Eso no cambiará nunca. Las vistas al parque, el sol más longevo en la tarde que alarga, pobladas de sombras caprichosas de árboles renaciendo. Y las noches de niebla, solos en su casa, viendo películas de miedo. Riéndonos y asombrándonos a partes iguales con la serie B. 

Eso era suficiente y no era poco. 

De camino a casa, paso a paso, he ido cerrando puertas. La verdad es que nos echo de menos, a todos, y puede que sobre todo menos a mí mismo. ¿Se podría mantener toda la sabiduría adquirida sin renunciar a esa inocencia, a todo ese entusiasmo? Joder, hace mucho que solo me acuerdo de las cosas buenas que tuve con Elena, que fueron muchísimas y ojalá yo la pudiera hacer tan feliz como ella me hizo sentir a mí; hace mucho que las cosas malas que tuvimos, que fueron pocas pero lamentables e injustas para un amor tan hermoso, ya no las recuerdo con rencor. Son simplemente eso, la rúbrica de la entropía. Un recuerdo que pincha en la nostalgia; un mal trago repleto de nutritivas lecciones. Sinceramente me gustaría saber que todo le va bien, que es feliz, que ha encontrado alguien a quien cuidar sin dudar en desproteger la posición propia; alguien con quien compartir sus sueños, alguien que no dude en luchar por los de ella. 

Puedo recordar los momentos del declive, las subidas y bajas. Lo recuerdo todo. Y siento que fui muy afortunado. Tuve suerte y valió la pena. 

He aprendido muchísimo en todo este tiempo. He crecido y creo firmemente que soy mejor de lo que era, más completo y equilibrado pero… es inevitable pensar en que esos años fueron los mejores de mi vida. Una etapa llena de tantas cosas nuevas, experimentándolas con Javi y Erica, trío indisoluble somos, que fácilmente puedo decir que fue cuando más feliz me recuerdo. 

No me puedo quejar. Porque, por una suerte que posiblemente no merezca, los tres seguimos juntos. Somos nexos los unos de los otros con nuestro pasado y, al mismo tiempo, puertas de esperanza para el futuro. Así que no tengo nada que me impida mirar hacia adelante, del mismo modo que tampoco lo tengo para mirar atrás. sentándome sobre algún banco en la memoria, sonriendo. Sonriendo siempre de verdad.

I’ve tried

De verdad. Lo juro. Lo he intentado en muchísimas ocasiones: he apelado a la razón, a los hechos, a lo que veo, a lo que escucho y sobre todo a lo que no escucho. Lo he intentado, te lo prometo en cada sílaba de cada nombre de cada uno de los dioses que conozcas. Pero no he sido capaz. Hace dos días, tal vez tres, murmuré un conjuro: «Así y ahora nos libero. A mí y a ti de mí. Puesto que tú y yo, como tú y yo de ti y de mí, tan solo vivimos en mi mente». 

Estuve convencido de que funcionaría. No sé, que tal vez, sin más, por arte de magia mi cuerpo se volviese a unir con mi alma, haciendo que ésta dejase de tirar de mí hacia lo que más deseo. Pensé, por un instante, que había conseguido darnos la paz necesaria, a ambos, exigida por las circunstancias que enmarcan lo imposible. Sin embargo es ese marco el que encuadra las mejores historias. 

Hablaba de darnos paz como quien suelta un lazo o abre unos grilletes. Lo he dicho como si de algún modo supiese que tú piensas en mí. Como si de algún modo supiese que tenía que intentar hacerme creer que piensas en mí. Alguna vez, en uno de cada tresmil seiscientos segundos, o en algún latido del corazón. Algo así. 

Y qué pasó después. Después sucedió lo inevitable. Tu nombre sonaba más delicioso cada vez que lo pronunciaba porque ahora, de algún modo, tras el conjuro fallido había visto que tu nombre trascendía lo mágico. Sucedió que creció el hambre por ver tus ojos. Sucedió que superaste, sin esfuerzo alguno, todas mis ganas de que te marcharas de mí por fin. Sucedió que sigues aquí, constantemente, sentada en el horizonte. 

Hoy he vuelto a visitarnos. Le he contado a un amigo algo que solo le he contado a los mejores y a mi sangre. Le he dicho cómo me dijiste que no merecía la pena decir nada más; le he contado cómo lo acepté, mientras se me llevaban los demonios, con rostro serio y estoico; luego he seguido contándole que te sentaste a mi lado, en la cama, y me susurraste que fuese a la sauna en unos minutos. Mi sonrisa, a estas alturas, desafiaba todo equilibrio y no se me ha cansado ningún músculo de la cara puesto que sonreía desde un lugar mucho más etéreo que la carne. He seguido diciéndole cómo fui con el corazón en la garganta, con una sonrisa idiota que no pude ocultar, y cómo te saludé. Dios santo, es una imagen tan hermosa… De verdad que lo es. No puedo evitarlo. 

Ya no he seguido contándole nada más, no quería aburrirle con algo que, de todas formas, pierde casi todo su significado cuando lo conviertes en palabras. Sin embargo yo he seguido ahí, un rato más, escapando de las sombras oscuras de la razón. Y nos he mirado, nos he visto temblar: tú bajo un deseo prohibido y yo por una ética llevada al absurdo; nos he visto sonreír, y también llorar ambos por la realidad que nos abrazaba a cada uno por lo mismo, nos he visto tratando de no tocarnos demasiado pero no parar de intentar un roce. Aunque fuese uno. Jugando con fuego. Me he visto conteniendo las ganas de besarte como no he besado nunca, zambulléndome en tu alma, bebiendo tu pasado, tu presente y tu futuro. Entregándote hasta el último electrón de mi existencia. 

Lo he visto y me he dado cuenta de que entonces aún era solo un niño que no comprendía lo que acababa de encontrar. Decirlo sonaría ridículo… pero eso era. Y para mí entonces solo era una intuición de lo que significaba. Ahora lo comprendo. Comprendo que no puedo huir de nosotros porque sé que nosotros significa algo más que el deseo de compartir mi tiempo contigo. Joder, si en cada conversación interesante que tengo, si en cada disco que me hace tocar el cielo, en cada poema que me saca del hastío… en cada cosa y detalle que me hace feliz deseo compartirlo contigo; y en cada cosa y cada detalle que me hace infeliz me imagino acostado a tu lado, abrazándote, y solo de pensarlo me libro del desasosiego. Nada me gustaría más que tú contases conmigo para lo mismo. 

No voy a poder salir de aquí. Creo que nunca fui tan certero como la vez que dije, evocando tus ojos de piedra y jade pálido capturados en el retrovisor de tu coche, que ojalá no hubiera más chica en mi vida que tú. Tenía razón… Así es.

Cripples

Era un niño lento y su madre lo supo casi de inmediato. De hecho puede que lo supiese ya mientras lo llevaba en el vientre, sintiendo esas sensaciones que vienen de no sé sabe dónde pero resultan ser certeras. La intuición inesperada que acierta de pleno. El martillo sobre la cabeza del clavo, hundiéndolo y atravesando la madera. No le dio la espalda. Era su niño y aunque fuera lento no sería malo, ¿verdad? Cada vez que preparan juntos la ropa que él llevaría al día siguiente a la escuela ella se sentía la mujer más feliz del mundo. Sonreía con los ojos, desde un rostro desfigurado, captando la luz del cosmos y devolviéndola para ella y su hijo. 

Su hijo, ¿verdad? Su obra. Un hijo que esperaría que no fuese como su padre, incluso aunque este no fuese un mal hombre. Solo un cobarde más, alguien incapaz de afrontar las consecuencias de sus actos; eso era algo que ella no podía comprender. Él lo sabía. El padre del niño. Pero el padre del niño se fue incluso antes de saber que era padre así que se marchó siendo un hombre sin más. Un hombre marcado por sí mismo, lo cual no era importante porque al fin y al cabo el ser humano siempre encuentra el modo de enterrar a sus fantasmas. Pero ella… Ella lo sabía. También lo supo cuando por fin él se atrevió a mirarla a los ojos. – No puedo – le dijo – ¿ves? Soy incapaz. Si te miro ya no te veo a ti sino a mí mismo destruyendo tu hermosura. Cada vez que nuestros cuerpos se rozan por la noche vuelvo a tener el volante entre mis manos. No debí haber ido tan rápido. Y ella le contestó con un simple «ya lo sé» y no dijo nada más porque no hacía falta. También lo sabía. En realidad su compañero no buscaba el perdón, ni comprensión; tal vez lo que más lo desconcertaba, hasta el punto de hacerlo dudar de sí mismo, era el hecho de que ella no guardaba rencor, o resentimiento. Su voz nunca tembló con la ira de quien busca venganza, de quien tiene un reproche colgando en la punta de la lengua. 

Él se fue. Sin saber lo hermoso que iba a ser su niño; sin que ella le pudiera mostrar la maravilla que habían creado juntos. Así que la mujer se quedó con un feto milagroso que sobrevivió a un terrible accidente. Y solo ella y su niño sufrieron las consecuencias: el feto sintió el impacto y se revolvió en las entrañas de su madre pidiendo una explicación silenciosa; ella sintió el amor del fuego escabulléndose por su piel, llegando a los rincones secretos cuya ubicación solo se revela a los amantes. 

Se quedó con él y tiempo más tarde nació. No hicieron falta pruebas médicas: mucho antes de que llegaran ella ya había confirmado sus sospechas. Tuvo que meterle el pezón en la boca… casi tuvo que enseñarle a mamar. Pero no importaba. Ese niño era su milagro. Unos días después llegaron a casa. Una casa que trascendía de la humildad y la modestia y se balanceaba entre las jambas de la pobreza. Pero su corazón era rico. Era valiente y ese era el legado que deseaba otorgar a su hijo. Despertar ese sentimiento de justicia. Claro que no podría explicárselo. 

Pasaron los años y, evidentemente, no le sorprendió. Su chico no era capaz de imaginar conceptos abstractos; no era capaz, tampoco, de elaborar una teoría por loca que fuese; era absolutamente incapaz de hilvanar la más inocente de las especulaciones. Simplemente no podía. Su mente no tenía la conexión necesaria, los elementos básicos, para trascender el ego del entorno inmediato y crear posibilidades en su cerebro. Para el chico lo mismo le daba que la lluvia fuera causada por una relación de causas y efectos, la evaporación era un nombre cualquiera, o que realmente fuera la orina de los ángeles. 

Nunca captó una ironía como lo era el hecho de conformarse con que te meen desde el cielo unos seres rollizos y aniñados con alas. Simplemente le daba igual. ¿Qué es el sol? Lo mismo, una estrella que genera los átomos de los elementos más pesados debido a la virulencia de las reacciones que se dan en su alma; o simplemente una enorme bola de fuego que alguien puso ahí hace mucho tiempo. ¿Acaso importaba? A él le gustaba más elegir la ropa con su madre. Los años pasaron. Creció. 

Un día, y esto sí que sorprendió a su madre, apareció resulto en la cocina y dijo: mamá, yo elegiré toda mi ropa para mañana. Si quieres puedes ayudarme. Y ella fue con él, ¿cómo iba a dejar a su chico solo si le había pedido ayuda? El niño, para asegurarse, añadió: yo decido, ¿eh? Y conforme veía las prendas, escasas, que tenían y las que él iba eligiendo no pudo evitar que le temblara la barbilla. ¿Unos pantalones de chándal de color azul neón con una camiseta negra con dibujos verde lima y rojo? Intentó pararlo, detenerlo y hacerle entrar en razón. Sin embargo se detuvo, con el llanto casi incontenible provocando seísmos en su labio inferior, moviendo su pecho al borde de la convulsión. 

¿Cómo le puedo explicar a mi niño que si va vestido así se reirán de él? ¿Qué podría hacer? No es que tuvieran un gran fondo de armario y la verdad es que pese a que toda la ropa olía a jabón de pastilla dura la tela estaba empezando a desistir. Los bajos se iban royendo más por el tiempo que por el mal uso; los niños suelen romper la ropa pero su niño no. Su niño era consciente, cuidadoso, e inteligente a su manera. No imaginaba cómo se hacía la ropa para que llegara hasta él así que no podía imaginar de dónde saldrían más pantalones como los que tenía si acaso se estropeaban. Su madre permaneció a su lado y le preguntó si estaba seguro y no pudo hacer sino abrazarlo cuando le dijo que sí. 

Su hijo no lo sabía pero ella sufrió toda la noche. Si le decía que se reirían de él es posible que apareciesen más preguntas. Preguntas que exigirían la verbalización de la mirada de su madre, de su diosa, de su luna y su cielo. Así que su madre resolvió mantenerse callada, sollozando en silencio, sintiendo la ausencia del otro lado de la cama como un agujero negro, como el horizonte de eventos de un agujero negro que vuelve desde el pasado, un recuerdo que trae un rostro que no amó tanto como fue amado, que fue cobarde e incluso egoísta. Pero el agujero negro había estado ahí siempre, y comenzó a absorber incluso la luz que la rodeaba desde el momento que lo miró a los ojos en el hospital desde la camilla. Recordó que sintió su rostro como de algodón, y luego las manos, y los brazos y todo su cuerpo. Más que vendada iba envuelta. 

El agujero negro. El horizonte de eventos. Se recuperaría del accidente. Pero ya no sería ella, no podría serlo, aunque decidió que no sería para mal. Las cosas pasan, ¿no? Simplemente hay que aceptar lo que viene, incluso si las consecuencias se ceban con quien no es responsable de las causas. La vida es así, ¿verdad? Indiscutible. 

Se despertó de mañana y escuchó a su hijo moverse por la cocina. Sigilosamente observó cómo el chico preparaba el desayuno. Se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Cómo podía dejar que un niño tan bueno, al margen de que fuera su hijo, tuviera que enfrentarse a un día de escuela con esa indumentaria? Porque él ya estaba vestido… Ella, en un susurro limítrofe con el sollozo, le preguntó qué hacía. Y él le dijo que llevaba mucho tiempo viendo cómo lo hacía ella. Él era así. Observaba. Aprendía por emulación más que por ensayo y error. Y ese día, se dio cuenta su madre, iba a ser la excepción. 

Lo dejó en la puerta del colegio, y sufrió al soltarle la mano pero qué más podía hacer, pensando que su niño había tomado la iniciativa, cierta iniciativa de algún modo que ella no alcanzaba a comprender. La vida también es eso, ¿verdad? Pequeñas cosas que al ser meditadas se convierten en grandes milagros. Como su niño creciendo. Lo besó con cuidado, a través de la tela que cubría su cara hasta el tabique nasal, preocupada por que él no se diese cuenta de que le temblaban lo poco que le quedaba de labios. El fuego es así. El fuego, de hecho, sería condenado por gula si fuera hombre. 

Su niño la abrazó y marchó hacia el colegio con porte regio, el pantalón azul neón hasta el ombligo y la camiseta por dentro realzando así su vientre extraño, hinchado y dibujando una silueta amorfa que llamaba a la compasión de unos y a la crueldad de otros. Lo vio marchar, con decisión, y ella lloró dulce y amarga. Porque lo amaba y lo demostraba más al dejarlo hacer libre; pero al mismo tiempo lo estaba dejando entrar en la boca de un lobo que él ni siquiera podría sospechar. 

¿Era acaso ella una especie nueva, una rara avis, resentida tan profundamente que no se daba cuenta? Es decir, ¿sospechaba de que todo el mundo trataría de herir a su hijo? Pensó unas ciento cincuenta veces en sacarlo del colegio, pero no lo hizo. Estuvo a punto de llamar al despacho de dirección para que le dijeran cómo estaba pero tampoco lo hizo. Se limitó a esperar. Porque la vida también es eso, ¿verdad? Limitarse a esperar algunas veces porque no estamos hechos para controlarlo todo. Y esforzarse en ello es perder demasiadas cosas buenas en el camino. 

Por fin se hizo la hora de ir a recogerlo y fue a por él. Angustiada, contenta, temerosa y también feroz. Era su niño. Un niño sin más. Un buen chico, por encima de todo. 

Lo vio de lejos y él corrió hacia ella, con la ropa tal y como la había llevado por la mañana, y se lanzó a sus brazos tras una carrera en la que su silueta de vientre hinchado era ridiculizada por los cambios en la luz, por la perfección genética de árboles, de animales, del resto de personas a su alrededor. En su oído le confesó que se había equivocado, que ella había tenido razón con lo de la ropa, pero que ahora estaba atrapado en su decisión. Su madre le preguntó a qué se refería y él le respondió: si mañana vengo con una ropa distinta creo que ellos verán que me he echado atrás, ¿verdad? Y los que han sido malos conmigo hoy mañana lo serán más aún. Por eso, a partir de ahora, tendré que mantenerme en este estilo. Al menos por un tiempo. ¿Me ayudarás? 

Y ella experimentó algo distinto. Todo el temor, el dolor, el color negro pesadilla y rojo sangre, la angustia, las dudas, todos los por qués y los por qué no se abrieron a la vez. Como cientos de presas que acumulan aguas turbulentas y cuyas compuertas se abren. Pero no se abren sino que estallan. Lloró abiertamente, de un modo hermoso y natural. Lloró silenciosamente, en el cuello de su hijo que ya no era un niño. Era valiente, era consecuente, y era leal y honesto. Todo había salido bien. Un remolino en su estómago absorbió todos los nervios que habían sido anguilas eléctricas durante todo el día y desaparecieron.

Sintió luz. Sintió luz desde afuera hacia adentro. Sintió una fuerza tan extrema que empezó a elevarse sobre el horizonte de eventos, dejándolo atrás, comprobando que cuanto más se aferraba a su hijo más leve era la fuerza gravitatoria de esa estrella de neutrones que empezó a generarse en el mismo momento en el que las ruedas del coche, mucho tiempo atrás, decidieron ignorar al asfalto, romper su romance, e intentar alzar el vuelo. Sintió cómo detrás ya no había nada que la arrastrase hacia lo más hondo obligándola a resistirse con una fuerza primigenia. 

Flotaba en el mundo real. Mientras lloraba. 

Miró a los ojos de su niño y vio que ya no lo era. Algo en su cerebro lo había impulsado a ser algo más, ¿tal vez por emulación de su entorno?, y ella reconoció, con alivio y regocijo, que su niño de diecisiete años había dado un paso importante para ser un hombre. Un buen hombre. Se enjugó las lágrimas, besó con fuerza al que siempre sería su niño y no le importó que él notara sus labios deformados en su rostro. Ya no tenía miedo. Sabía, por fin, que su hijo no iba a darle la espalda. 

Por alguna razón ella tenía miedo a eso. Pero también eso es la vida, ¿no? Imaginar lo peor que nos puede pasar; vivir apresados por miedos que ni siquiera sabemos que están ahí y que se alimentan de que los ignoremos, de que no les prestemos atención. Pero la vida también son otras cosas. El amor que bombea el corazón de una madre; la sonrisa de sus ojos aunque sus labios fueran el postre de un incendio; aprender a modular la voz de nuevo para utilizar solo buenas palabras; aprender a no odiar y sobreponerse a ello para proteger el fruto de su vientre. La vida son los gestos decididos de unos brazos llenos de costras perpetuas que la acompañarían hasta el ataúd. Su cuerpo no dejaría de estar desfigurado hasta que los gusanos diesen buena cuenta de ella. No importaba. Ya no.

Y no volvió a temer a la muerte, ni a desearla secretamente de vez en cuando. Hay batallas que en ciertos momentos parecen imposibles de vencer.

Sosteniendo la mirada de su hijo le respondió: claro que te ayudaré. Y quiero que sepas otra cosa, estoy muy orgullosa de ti y también muy agradecida. Eres valiente, hijo mío, así que no permitas que nadie te diga lo contrario. 

El chico la miró y ella detectó cierta sorpresa en sus ojos. Pero no por lo que le había dicho sino más bien porque no comprendía a qué venía todo aquello. Él ya sabía que era valiente. Aprendía por emulación y había convivido con el mejor ejemplo posible.

Say

Veo con claridad, sobre el banco

bajo el calor de este atardecer,

se gesta el verano;

lo he visto, en la quieta belleza de ella, 

toda sonrisa y luz en sus mejillas;

también lo he visto en él, poderoso adonis

de piel mestiza, abrazándola, rodeándola 

hasta el aliento.

He querido decirles que eran tan hermosos,

que ojalá no sucumbieran al tiempo,

que supiesen pedirse perdón 

mas que no lo practicaran mucho;

He querido decirles que en ese momento

que he podido contemplar, se han unido

al cosmos.

Pero me he ido, pensando mucho con la lengua

atada; y he visto niños jugando, sintiendo 

el mundo aún como un escenario mágico.

Ajenos y tan propios. 

Tanto futuro, la impotencia del tiempo

en sus cuerpos. En esa edad no envejecen.

También he visto ancianos, cúmulos de carne

fláccida y melancolía; la soledad vestida de

domingo, calzada con mocasines. 

Y he sabido que no quiero terminar así,

que no es la muerte quien acecha 

sino la decrepitud, la degeneración 

de la carne y la mente; la muerte no es tragedia 

salvo cuando se precipita, si es que acaso lo hace.

No lo sé, no lo sé. 

Y no lo quiero saber. 

He visto tantas cosas hermosas hoy 

que he recordado la belleza de ayer; pese a que

mi vida gravite en la improductividad y la

apatía. Ayer también fue un día lleno de cosas

hermosas.

Un espectáculo invisible bajo la mirada 

del ajetreo, de las obligaciones, de la frustración.

Pero yo os digo que lo fue.

No sé cómo será mañana sin embargo… 

mas aseguraos de que decís todas las cosas

agradables que veis,

cambiad de ojos y admirad las cosas bellas.

Porque puede que no se repitan,

porque tal vez no duren más que 

el batir de las pestañas.

Curse

Iba a escribir otra cosa. Una historia supercurrada en la que tú fueras ella y yo fuera él y hubiese algo común en nuestro pasado que nos recordase una lección importante. Algo como un comentario macabro sobre el cáncer y fumar y una foto que te enviaría con dicho cáncer si me lo diagnosticaban. Recuerdo que cuando hice la broma salíamos de la sauna tradicional del arboretum; recuerdo que te cogí del brazo; recuerdo la electricidad correr a través de mi cúbito cuando aceptaste que lo hiciera. 

Joder, ahora acabo de caer en que esto no lo leerás; creo que no lo harías aunque supieses hablar mi idioma. Es igual, el caso es que he pasado de esa historia. Requería demasiado esfuerzo para lo que voy a decir, demasiada exigencia sobre la coherencia de la historia y la solidez de los personajes. Requería construir un universo dinámico, un cosmos viviente, que alimentase la situación y la escena. Un montón de curro para decirte, simplemente, que eres la chispa que no encuentro en ninguna otra chica. 

¿Para qué iba a inventarme dos vidas que colmarían su amor demasiado tarde? ¿Para qué recrear ese drama, por otro lado tan típico, si puedo simplemente convertir mi vida en palabras? He pensado en el tabaco. Concretamente he pensado en lo fácil que me resultaría dejar de fumar si estuviese contigo. Hace nada me he echado un canuto con Álex; dios, no te puedes imaginar lo alto que estoy volando ahora mismo. Me siento tan triste y tan bien al mismo tiempo. Me estoy liberando. La canción de fondo, la que te enseñé, me recuerda quién soy. Esa canción habla de mí… Soy yo y estoy a punto de llorar. 

Volviendo al tabaco… He pensado en cómo te explicaría que empecé a fumar para llenar los agujeros de dolor que me hicieron en el alma. Es difícil hacerlo incluso en mi idioma. Las heridas; las heridas llegaron tan adentro que el alma se me desgarró y de esas heridas, esos hoyos hondísimos de tristeza, supuraba la angustia. Una angustia que me devoraba el estómago mientras se asía de mi garganta con sus garras. Dolía de la hostia, dolía tantísimo que me daba miedo dormir por si soñaba. Empecé a fumar. En alguna zona suicida de mi cerebro se activó la idea. Fumar. Llenar esos hoyos con humo y contener la angustia y el propio dolor. Asfixiarlos en nicotina, ensuciar la sangre a cambio de acallar el alma. Me lo creí. Era una mentira conveniente. Dañarme paliaba, en cierto modo morboso que no alcanzo a comprender, el dolor que sentía.

Todo era así. Día tras día, ¿sabes? Una puta mierda. Mira, me ha venido todo esto de repente por culpa de algo que no te vas a creer. La puta película de Spiderman 2, de las nuevas, me ha hundido. No me malinterpretes, la peli me ha gustado muchísimo pero no esperaba que fuese a golpearme tan fuerte. Algo tan obvio. El amor… Dios, es incluso ridículo. El amor, y la tragedia del no amor más que del amor agotado. Y he empezado a desvariar y he vuelto a pronunciar tu nombre sin mover el aire. Apretando los labios y pensando si sentiría lo mismo si volviese a verte de nuevo. ¿Tendría sentido que no sintiese de la misma manera? No lo sé… Pero hay algo que me has hecho. Ni siquiera me importa que yo solo sea vapor de nieblas antiguas en tu memoria. Da igual si has olvidado mi nombre. 

El problema es mío y no quiero resolverlo porque es precioso sentir algo así. Me hace sentir vivo, dichoso, porque soy capaz de amar incluso sin ser amado. Pero lo daría prácticamente todo por hablar contigo, mirarte a los ojos, hacerte reír… Yo qué sé, todas esas historias. Todo lo relacionado con dos personas que no saben casi nada de ellos mismos, tan solo que tienen las mismas ganas de sentirse el uno al otro, de prevenir el arrepentimiento futuro de no haberse atrevido a vivir. Todo eso que sucede entre dos personas que se llenan mutuamente, que hacen del mundo un lugar mejor por el mero hecho de haberse conocido. El equilibrio mágico del cosmos. 

Todo eso que no tuvimos. 

Pero nos amamos. ¿Verdad? Durante un breve lapso de tiempo nos amamos y creo que fue ahí donde se reparó mi alma y se cerraron las heridas, se esfumó el miedo, la agonía de pensar que ya no había amor para mí se disipó en tu sonrisa, se fundió con tu voz convertida en dióxido de carbono que mis pulmones agradecían más que el oxígeno. Y cambié de planta y lo que fumo ahora me abre de nuevo al cosmos, y me mantiene consciente de que ese instante fue real, que te quedaste conmigo de tal modo que tu nombre se enrosca en mi espina dorsal y solo pienso en cómo me gustaría ver el mundo a través de tus ojos. 

La hierba que fumo disuelve mi ego y ya no soy hasta donde mi piel siente sino mucho más. Y te veo, siempre te veo, y vuelvo a estar hablando contigo cuando me dijiste lo que sentías. Es algo más importante que yo mismo. Es la fuerza que siento cuando pienso en tú y yo. En si perdimos una oportunidad o solo las pospusimos… Pero no tiene ni puto sentido esto último porque me dijiste claramente que no. Y la verdad que no espero ninguna revelación o epifanía que me diga que lo único que necesitas es que yo insista. No espero esa visión mágica pero la deseo con fuerza. 

Supongo que eres eso. La voz que conjura; el hechizo mágico que envolvió todos los átomos de mi cuerpo, de mí. Y yo fui el objeto, el fetiche. La cabeza reducida; el títere vudú. Tú eres mi maldición. Mi maldición feliz, el deseo unánime de todo mi genoma, mi destino y mi inicio. Tú, que no leerás nunca estas palabras pero que ojalá pueda leértelas un día y compartir contigo el sabor de estas lágrimas, eres eso. Mi vía láctea, mi sol, mi núcleo. Tú y tu recuerdo.

Como esta canción. Esta preciosa canción que me acuna. El sabor del cannabis en la boca seca. 

Saber que te esperaré siempre. Que cada día me preguntaré qué habría sido si no hubiese vuelto. Hasta que alguien distinto, ojalá tú misma, limpie la maldición.

Books?

Hay libros que desde la primera frase que lees sabes que te han dominado. Es algo inmediato. No se sabe cómo ya que en cada persona funciona de una manera distinta; a cada lector le gustan unas cosas u otras. Yo no sé si se debe a las palabras elegidas, a la construcción de la frase o, simplemente, a lo que yo creo que hay detrás de esa gramática y ese léxico. Pero es así. Ocurre. Lees la primera frase y te das cuenta de que quieres seguir investigando esa anatomía de diptongos, hiatos, subordinadas y disyuntivas. Te das cuenta de que ya no puedes escapar de esa presencia y anhelas seguir pasando ese cuerpo, página a página, hasta llegar al corazón y besarle los pulsos. 

Eso ocurre. Ocurre a veces y suele ocurrir más cuando más joven eres. Pero puede seguir ocurriendo, claro… Otros libros, de forma diferente, no te cautivan en la primera frase y, posiblemente, tampoco lo hacen en las dos primeras páginas pero te acomodas a ellos porque percibes, de algún modo, que hay algo valioso que se esconde bajo esa piel aparentemente fría o excesivamente cálida. Yo qué sé… Pero ocurre. Y cada noche vas leyendo un poco, y vas desnudando un poquito más de ese libro con cada página que pasas. Te acostumbras a apreciar ese libro, a que te acompañe antes de dormir. No sientes la necesidad instintiva de sumergirte con él desde tus neuronas sino que acudes a él a través de cierto deseo de seguridad, de estabilidad. El libro no te desafía en lo que dice pero te hace sentir bien cuando su desnudez te abraza. 

Ambos son buenos, quiero decir que ninguno es mejor que otro, pero durante nuestra vida hay momentos en los que preferimos un tipo de libro… Actualmente yo estoy plenamente decidido por el primer tipo de libro que he escrito aquí. ¿Por qué? Porque es locura. Permanecer enganchado, como adicto, a la sintaxis de las emociones que crecen desde cada capítulo; es eso, es ciertamente autodestructivo porque avanzar en la historia es acortarla, acercarte a su final… Algo en ti te dice que tras la última página solo existirá el vacío y lo que hayas podido destilar de la historia. Generalmente la conclusión tras este tipo de libros es algo así como: «¿por qué he sido tan estúpido de acabarlo?». 

Pero no es culpa nuestra. De nadie. Es algo tan sencillo como lanzarse al fuego más puro, más blanco, más rojo, más feroz y tener el convencimiento de que quemará sin dolor y calentará sin asfixiarte. Esos libros son los que busco leer ahora porque de los otros ya he tenido durante mucho tiempo. Podría hacer lo de leer dos libros a la vez, hay gente que incluso lee hasta tres libros al mismo tiempo, pero yo no puedo. Yo soy leal de un modo insano, soy fiel, y prefiero apartar un libro de mí cuando no me atrapa que seguir quitándole la ropa y acabar uniéndome a él porque ya he llegado demasiado lejos y salir por piernas sería bochornoso. 

Eso es lo que pasa… Que me apetecen libros que me inunden los ojos y me hagan ese vuelco en el pecho. El salto mágico que nos convencemos, con el tiempo, de que es imposible que ocurra conforme vamos creciendo. Pero no, no es imposible. ¿Habéis imaginado sentir un libro así, como cuando erais niños de quince años, solo que con diez años más de experiencia y un montón de cosas aprendidas? ¿Habéis pensado hasta qué nivel podríais disfrutar de esa lectura? Yo sí y estoy seguro de que merece la pena el riesgo y el esfuerzo. 

Habrá tiempo para volver a esos libros cómodos pero por ahora puedo prodigarme en los que tienen esa magia; el misterio de la conexión directa entre las páginas, la tinta, los renglones… todo en un golpe directo al cerebro y el corazón. Libros que los miras y dices, sonriendo, que lo quieres llevar contigo a todas partes, descubrir lo que guarda, devorarlo con ansia animal y mimo. Mimarlo mucho también. Es eso. Todo se reduce a eso porque puede ser que uno de esos libros mágicos y locos tenga un final que sea, benditos los afortunados, una continuación entre ambos. 

Fuck off

Hola:

 
Me llamo Rubén y tengo 26 años. Tengo cierta experiencia laboral, de cuando alcancé la edad legal para ello hace diez años y la responsabilidad propia me impulsaba a aprovechar los veranos haciendo algo al margen de descansar de los estudios; asimismo tengo dos titulaciones de FP II, en informática y en organización y gestión de recursos naturales. Y, al margen de eso, no tengo nada más en lo que a futuro respecta.
 
Supongo que cartas, correos o mensajes como este os llegan casi a diario (u os llegaban porque ignoro si seguís en activo) pero yo necesitaba desahogarme con alguien que puede comprender mejor mi situación o, sin ir más lejos, la de mi hermana que es la misma. 
 
En casa, por duro que parezca, la impresión que se acaba teniendo es que no curras porque no te da la gana o, hablando en plata, porque no te sale de los huevos. No es verdad. No curro porque no puedo. 
 
Porque sí que podría currar como eventual en promociones de supermercado para colonias o Huevos Kinder, yo qué sé, pero no es eso a lo que aspiro. Yo esperaba poder disponer de un trabajo serio, digno, con una remuneración mensual y una cotización a la seguridad social de modo que lo que yo he recibido pudiera devolverlo y, al mismo tiempo, poder afrontar la vida. Mi vida. 
 
No sé cómo explicar la impotencia de sentir que el tiempo se escapa, que llega un momento (seamos realistas) en el cual el tiempo ya no guarda promesas de futuro que harás realidad si te esfuerzas sino que guarda la seguridad de que ahora juega en contra. Vamos contrarreloj, o al menos yo siento que voy contrarreloj, y algo en mí aún no da crédito. Es como una de esas pesadillas en las que intentas correr para huir de algo y ponerte a salvo pero tus pies no se mueven o se mueven muy lento… Demasiado lento. No quería enrollarme pero veo que está sucediendo de nuevo; mareo demasiado.
 
Pero me cuesta evitarlo. Porque es realmente frustrante tener 26 años y querer trabajar y no poder. Lo siento pero yo no quiero ser reponedor en el Carrefour un domingo de cada mes, ni quiero montar los stands de Pantene en Hipercor, ni quiero tener que depender de una ETT que me llame cuando salga una vacante de dos días. ¿Soy idiota por negarme a ello? Tal vez… Pero de lo que estoy seguro es de que no tiene nada que ver con que no quiera trabajar.
 
Ya prácticamente desisto de utilizar el inglés (del cual pronto acreditaré un nivel C1, que no está mal), casi ni me planteo trabajar en el medio ambiente que es mi vocación y de algo relacionado con la escritura mejor ni hablar… Solo pido un contrato justo, de ocho horas al día y un salario digno que me permita independizarme y empezar a tener una  vida. 
 
Respecto a dedicarme a un trabajo que me guste lo dejo para cuando me acuesto todas las noches. En el reino de los sueños.
 
Así que ahora me veo en estas porque lo de trabajar fuera, lo de «ser aventurero» y buscar oportunidades en países distintos al mío, lo de la «movilidad juvenil» ya no cuela. Los países de destino exigen que conozcas algo de su idioma, el inglés es necesario pero no es la llave que abre las puertas. Ya no. Entonces quiero saber qué nos queda. ¿Seguir estudiando? ¿Con 26 años? ¿Qué hago, otro grado superior? No quiero acumular FP II como el que colecciona sellos o trofeos; ¿y sobre la Universidad? ¿Con qué dinero?
 
De verdad… Los que os fuisteis sufrís en la distancia pero ¿qué podemos hacer los que ya no podemos ni marcharnos? ¿Cómo vamos a dar el salto sin garantías? ¿Cómo es estar realizando un trabajo precario lejos de casa? No puedo ni imaginarlo… Ser casi explotado en un país que, por ejemplo, será presentado en España como el milagro económico; aunque da igual el país que sea. Estar siendo explotado en un lugar lejos del calor de los tuyos debe de encontrarse entre las peores pesadillas. 
 
No sé cómo plantearlo ya. Necesito un trabajo digno, necesito hacer algo con mi vida. No quiero hacer más putos cursos del inaem, no quiero seguir navegando en ofertas de cursos o «prácticas» de las cuales la mayoría no están pensadas para mi perfil puesto que tengo dos titulaciones de técnico superior y, en palabras textuales del gobierno, «tengo la suficiente capacidad y las herramientas para mi desempeño en el mundo laboral»… Es como si me dijeran que no van a sufragar más gastos en formación para mí, y los que compartan mi perfil, porque somos unos  vagos y unos maleantes. 
 
¿Qué podemos hacer? ¿Qué puedo hacer? Los CV que envío a distintas ofertas de trabajo van, estoy seguro, directamente a la carpeta de SPAM. ¿Hay alguna esperanza? ¿Hay algún futuro para nosotros? ¿Quedan, si acaso, palabras de alivio que llenen el vacío que deja el saber que se están desperdiciando los mejores años de poder físico y mental? Sé que son muchas preguntas pero deseo que no caigan en saco roto. En vuestra página he leído que tenéis ideas, respecto a la sección «Class Fight» fase 3… Podemos compartirlas. No sé… Podemos intentar algo. Hacer algo. 
 
Sentir, al menos, que podemos marcar la diferencia aunque pasemos hambre, aunque nuestros estudios no sirvan para nuestro futuro y beneficio… Merecerá la pena si conseguimos que toda nuestra formación y nuestras ganas de hacer algo sirvan para mejorar el futuro de los chavales que nos siguen y para los cuales, ahora mismo, veo lo que estoy viendo para mí. La nada más absoluta.
 
Por favor… Si necesitáis ayuda, en prácticamente lo que sea, contad conmigo. Hagamos algo… Cada día en casa es más jodidamente duro que el anterior y mis principales actividades (después de mirar ofertas, decentes e indecentes, de trabajo) son patinar y pasear a mis perros. 
 
Necesito más. Me da pánico enfrentarme a la idea de que un día estaré a punto de morir y posiblemente la respuesta a «¿qué he hecho en mi vida?» sea un simple «NADA». Y en ese momento no me servirá pensar «es que no nos dejaron». 
 
Gracias por estar ahí, simplemente por eso, y muchísimas más si habéis llegado a leer el mensaje. Sé que es triste. 
 
Pero es verdad.
 
Atentamente,
 
Rubén.

Black

 El olor del café la sacó de la cama y la arrastró hasta el cuarto de baño. Ahí se desnudó y abrió el grifo de la bañera para que el agua corriese y se fuese calentando. Mientras tanto se sentó en el váter y orinó. Cogió un pedazo de papel y se limpió ligeramente, luego tiró de la cisterna y cerró el retrete. Acto seguido puso su mano bajo el chorro de agua de la bañera y la encontró de su agrado. Caliente.

Tardó unos diez minutos en llegar a la cocina, con el albornoz blanco y el pelo mojado sujeto por una toalla a modo de turbante. Olía tan bien a café… Aunque no estuviera recién hecho. En la cocina estaba Jorge. Se acercó a él y lo abrazó de su forma tan particular, de la forma que a él le había hecho temblar hasta los dedos de los pies por la ternura que encontró en ello. En lugar de cruzar sus brazos en torno a su espalda ella se abrazaba como si quisiera colgarse de los hombros. Entonces, así, con los brazos en paralelo a lo largo de la espalda ella se acercaba a él y apoyaba su cabeza en su pecho.

– Uh… Buenos días, marmota. ¿Tan pronto y ya con las gafas?

– Ya sabes que sí, amor.

– Ya sé que sí pero… – Jorge estaba inquieto, o daba esa impresión.

– Déjalo, Jorge. ¿Qué más da? Estamos en casa pero llevo las gafas. ¿Por qué te molesta? – Preguntó Diana entre curiosa y divertida.

– No es que me moleste en sí… Es que cuando me abrazas noto cómo la montura se me clava en el pecho… No sé. Igual antes no me molestaba tanto pero es que ahora… – Jorge dejó la frase en el aire.

– Ahora qué, Jorge…

– Nada, cielo. Da igual.

– ¿Seguro? De todas formas ambos aceptamos una serie de contratos… tácitos.

– ¿Lo hicimos?

– Sí, melón, lo hicimos – y Diana aprovechó ese instante para ponerse de puntillas y besarlo.

– No sabía que follar a oscuras era un contrato tácito…

– Qué bestia. No, Jorge, follar a oscuras es follar a oscuras. El contrato es la razón… follamos a oscuras porque…

– Porque quieres que en la oscuridad también pasen cosas buenas – la cortó Jorge, sonriendo. – Ya lo sé.

Llevaban cerca de un año viviendo juntos y varios como pareja. Se conocieron en la universidad, en la biblioteca, mientras estudiaban o, al menos, mientras Jorge hacía como que estudiaba. Lo que le llamó la atención de ella fue cómo movía sus manos, cómo recorría las superficies de todo cuanto la rodeaba. Con una elegancia centrada en la supervivencia, con una seguridad basada en movimientos trémulos. Jorge se enamoró de esa delicadeza en los gestos de Diana. Así que se levantó de su mesa de estudio, cruzó la distancia que los separaba, y se sentó a su lado. Diana se quedó muy quieta, suspiró, y él la cogió de la mano. << Hola, soy Jorge, ¿y tú? >> así se presentó a Diana y ella recorrió la superficie de la mano que le tendía y la notó, como ya dijo en su momento, cálida y suave. Al contrario que sus manos, claro, que estaban más curtidas, más experimentadas.

No tardaron mucho en empezar a salir juntos y desde la primera tarde en la que se citaron ya estaban deseando la primera noche y desde la primera noche desearon todas las mañanas. Todo había ido muy bien, de hecho todo seguía muy bien salvo un detalle que en los últimos días había empezado a acosar a Jorge.

Las putas gafas de sol.

Había una razón para ello, claro. Jorge llevaba días dándole vueltas, tal vez años. Tal vez Jorge tuviese esta idea en la cabeza desde la primera noche que pasaron juntos. Iba a pedirle que se casaran pero él, primero, necesitaba que Diana se quitase las gafas de sol. No quería verla con ellas continuamente, no quería verse reflejado en las lentes oscuras cuando le pusiese el anillo.

– ¡Eh! ¡Jorge! ¿Pero estás aquí o qué te pasa?

– Estoy, estoy, Diana… Simplemente pensaba.

– ¿En qué pensabas? ¿En las gafas? – Diana sonrió. Solía hacerlo cuando jugaba a ser cruel con Jorge.

– Sí… En… ¿Las vas a llevar siempre puestas? Quiero decir… ¿Siempre?

– Jorge… ¿Sabes toda esa cursilería de enamorados de verse los unos en los ojos del otro, del brillo al verse sonreír, las pupilas azules que se clavan en otras pupilas azules?

– Diana…

– No, nada de <<Diana…>> – cortó apretando ligeramente los dientes y tensando los labios – todo eso es basura, ¿sabes? Para mí es basura, en mi puto universo es basura. Para mí no es real porque sé que no es posible. No sé qué es lo que buscas. Deja en paz las putas gafas y vamos a tomarnos el café tranquilamente. Por favor, Jorge…

– No me parece… justo. ¿Tanto te cuesta? Llevamos años siendo pareja. No lo entiendo, Diana.

– Pues mucho mejor que no lo entiendas, ¿no crees? No sé qué perra te ha entrado con las jodidas gafas, de verdad. A todas horas, eh, desde que me levanto hasta que nos acostamos. Tío, espabila, ¿qué pasa con las gafas? ¿Y por qué te estás poniendo nervioso? Lo oigo en tu respiración… ¿qué escondes? – la voz de Diana tembló. Se cortó ahí, en un salto vertical entre el enfado y el miedo, entre el dolor actual y el futuro.

– No… nada. Diana, desayuna tranquila. Voy a hacer la cama, ¿vale?

– ¿No quieres que te ayude?

– No hace falta, tranquila.

– Pues tira. Tú sabrás.

Jorge salió de la cocina, cruzó el salón y se dirigió a su dormitorio. Subió las persianas por completo y abrió las ventanas de par en par. La mañana se coló, fría pura de invierno, en su cuarto y lo rodeó por la cintura. Ante sus ojos la ciudad reposaba ingrávida, como en un sueño, entre una niebla viscosa y grisácea.

La luz del sol jugueteaba con esos tonos de plata sucia y oro falso y se nombraba en color en el reflejo de los cristales.

Jorge cerró los ojos y respiró. Inspiró profundamente, casi con violencia, y dejó que el aire saliera de sus pulmones en un hilo fino de dióxido de carbono. Lloraba. Lloró en el tiempo que tardó en espirar. Luego se dio la vuelta y se puso a hacer la cama. Primero empezó por deshacerla del todo y cuando se puso a estirar de la sábana bajera Diana apareció en la puerta, apoyada en la jamba, oliéndolo, respirándolo, escuchándolo con un aura juguetona en torno a ella. Dejó caer el albornoz al suelo, junto con la toalla turbante, para llamar la atención de Jorge.

Funcionó.

Jorge se dio la vuelta y la vio ahí. Apoyada. Desnuda. Con su vientre en carne de gallina y el pecho moviéndose como las olas del mar. Diana respiraba fuerte cuando el deseo se la comía por dentro. Empezaba así. Al principio era una sensación incómoda, como cuando te ponen una inyección, que empezaba detrás de su ombligo pero luego, con cada segundo que pasaba, la intensidad iba creciendo. Poco a poco, muy de poco en poco, hasta que dentro de ella se agitaba un mar cálido y turbulento mezclado de deseos posibles y anhelos que nunca serían satisfechos.

– No la hagas, Jorge.

– ¿Qué quieres que haga entonces? Joder…

– No te aceleres. Quiero follarte y que me hagas el amor. No tiene que ocurrir a la vez. Tenemos tiempo de sobra.

– Diana… No me jodas. ¿Ahora? No estamos a oscuras…

– Y luego hablamos.

– Vale.

Diana se deslizó hasta el colchón y atrajo a Jorge hacia sí. El frío de la mañana los envolvía en un abrazo extenuante. El invierno, parecía ser, quería ser parte de algo cálido. El invierno era como Diana, que hacía siempre el amor a oscuras porque quería que en la oscuridad también ocurriesen cosas buenas. La oscuridad, las gafas de sol… Todo se diseminó en pedacitos de cristal brillante hacia ningún lugar.

Solo quedaron ella, Jorge, y el invierno.

Diana podía sentirlo todo. El amor y el sexo eran gentiles con ella puesto que para amar los ojos no son tan importantes si puedes ver con cada milímetro de piel, si puedes sentir con cada pulgada de carne.

Jorge se tumbó sobre ella, con cuidado. No hizo ademán de quitarle las gafas de sol. Tampoco le importaban. Se movió hasta su cuello como un depredador, abrió la boca con el hambre del alma, y le mordió suavemente el lóbulo de la oreja, luego bajó hacia el cuello donde la besó y la volvió a morder. Alcanzó sus clavículas y se maravilló, de nuevo, en el hueco que se formaba entre ese hueso recto y los hombros.

Diana sintió cómo Jorge comenzaba a arder, cómo sus manos suaves cobraron fuerza y apretaron sus pechos. El calor se contagiaba, pasaba de Jorge a Diana y de ella a él. Ambos eran náufragos en un océano volcánico.

Ella se estremeció cuando Jorge dibujó la línea de su vientre acariciándola con la nariz, besándola en el ombligo, descendiendo hacia el monte que guardaba un jardín tras superar su cumbre.

Pasaron horas revueltos en la cama, exhaustos, ateridos de cansancio.

No tenían frío.

Diana se acurrucó junto a él.

– No lo hago adrede, amor. Pero no puedo. No, calla, espera. Contigo puedo estar completamente desnuda. Es más, podría ir en pelotas por la calle y no me importaría. Siempre y cuando llevase mis gafas. Jorge… Es algo mío. Algo que está en mí y que no puedo salvar. Es… impotencia o miedo. Miedo de saber que no te encontrarás en mis ojos aunque siempre tendrás un hogar entre mis muslos, en mi pecho, en cada uno de los latidos arrítmicos que se producen en mí cuando me llevas al orgasmo. Soy tuya. Sin proponérmelo me hice tuya. Pero… no quiero probar que no puedo darte algo tan básico como mirarte a los ojos mientras te cuelas en los resquicios más personales de mi ser. ¿Qué es lo que pasa, Jorge?

– ¿Pero en tu universo todo eso no era basura?

– Jorge… Parece mentira que no lo veas, eh. ¿Qué te pasa?

– Que no puedo entender cómo algo tan… simple puede suponer una distancia entre nosotros.

– ¿Hay distancia entre nosotros?

– De algún modo…

– ¿Ya no soy esa chica de la biblioteca a la que cogiste por la mano, hace años, antes incluso de decirle tu nombre? Espera, ¿a dónde vas? ¿Pero qué coño haces? ¿Te vas en serio?

– Volveré en dos horas. Procura estar vestida para entonces. Ponte lo que quieras, ya no importa.

Jorge salió de la cama, abrió el armario y escogió su ropa.

Por el sonido Diana supo que había cogido su pantalón vaquero negro con rotos en las rodillas, los pitillos ajustados, las botas marrones de montaña, la camiseta negra con el escudo, también negro, de Bélgica que su madre le había regalado cuando fue de viaje a ese país para ver una ópera. Jorge le había contado esa historia cientos de veces. Era una de sus camisetas favoritas y se la había descrito con todo detalle. Jorge murmuró un “luego vuelvo” y se largó de casa.

Habían pasado las dos horas y Jorge no volvía. Diana, en su angustia, se había fumado un canuto de hierba. Le gustaba fumar con él pero tenía miedo… Y fumó sola mientras aún quedaran en ella partes de él, de su olor y de su tacto. Estaba vestida, tal y como habían acordado.

Esperando.

Lo escuchó llegar. Por el rellano de la escalera. Eran sus pasos. Era su forma de coger las llaves. Era su forma de equivocarse al meter la llave en la cerradura. Era él resoplando. Era él cruzando la puerta, entrando en casa.

Era él volviendo.

Se abalanzó hacia Jorge y lo abrazó. Temblaba. Literalmente Diana estaba temblando. Estaba asustada.

– ¿Pero qué pasa?

– Joder, Jorge… pensaba que te habías ido. Te lo juro por Dios, no sé por qué pero estaba acojonada. Pensaba que no volvías.

– ¿Cómo iba a no volver? ¿No lo notas? Respira…

– Aún hueles a mí…

– Porque no me he duchado después de que me follaras y te hiciera el amor…

Diana rió mientras lloraba. Se sentía como una niña tonta pero feliz. Se había sentido vulnerable, sola, indignamente desnuda. Las lágrimas se escurrían por detrás de las gafas de sol y caían desde sus mejillas hasta su escote.

– Qué elegante, Diana. ¿Estás lista?

Lo estaba. Iba con un vestido negro de noche, muy discreto y cómodo, y al cuello llevaba un collar de pequeños dodecaedros de jade negro. Herencia de familia.

Llevaban ya un rato por la calle cuando Diana le preguntó a Jorge a dónde iban.

– Espera y verás… Bueno, solo espera.

– Qué mala baba tienes a veces, cabrón – respondió Diana y se apretó más contra su brazo y su costado. Entonces notó algo. – Eh, eh. Qué llevas ahí, chaval. Ya decía yo que estaba escuchando algo. Una especie de clac clac. Algo en tu bolsillo está golpeando tus llaves…

– Joder… Espera, Diana.

– No, no, espera no, Jorge. ¿Qué llevas ahí, a dónde vamos? Va, dímelo, dímelo.

– Estamos en mitad de la calle, ¿no puedes esperar cinco minutos hasta que lleguemos al restaurante?

– ¡No! Dime, dime… qué llevas ahí. – Hablaba como una mujer llena de esperanza. Como una adolescente abierta al mundo por primera vez.

– Está bien… Quédate ahí.

– Espera, a dónde vas… – Diana dejó de hablar. Jorge no había ido a ninguna parte. Estaba de rodillas delante de ella – No… ¿en serio?

– Tenía dudas, miedo, cierto tipo de angustia… Pero después de esta mañana lo he tenido muy claro – Jorge oía cómo Diana empezaba a llorar en espasmódicos pucheros – pero me he dado cuenta de que todo eso eran gilipolleces. Diana, no hay nada que no puedas darme. No me importa no verme reflejado en tus ojos mientras siempre haya un lugar para mí entre tus muslos, en tus pechos, en cada pulso arrítmico de tu corazón cuando nos llevemos al orgasmo. Me importan un carajo las gafas… Diana, ¿quieres casarte conmigo?

Y ahí, en medio de la calle, en invierno y a mediodía con un montón de gente en torno a ellos, algunos mirando y otros pasando de largo, Diana lloraba y Jorge esperaba que dijera algo. Pero Diana guardó silencio. Sabía que él la estaba mirando así que, sin decir palabra, se recolocó el collar de jade en el pecho, tendió su mano derecha para recibir el anillo y con la otra mano, en un gesto simple pero valiente, se quitó las gafas de sol.

The both of you.

Es cierto que no entiendo mucho cómo funcionáis pero sí sé alguna cosa sobre ti. No entiendo tampoco que me preguntaras qué hacer pero agradezco que lo hicieras, aunque supieras de antemano cuál iba a ser mi respuesta. Y sigue siendo la misma: adelante. Piensa una cosa. Si mañana el mundo se extinguiese yo desaparecería como polvo gris, ceniza, una sombra de tonos blancos hacia el núcleo del cosmos. Pero vosotros… Joder, vosotros seríais partículas de luz, el espectro completo de colores, que retornarían a casa haciendo que el universo se sintiese orgulloso.

Ahora mismo pertenecéis a ese grupo de afortunados aunque correspondáis el uno al otro y seáis regentes de un territorio propio que solo vosotros comprendéis por completo. Vosotros dos… ¿Qué más da si sentís la amenaza del tiempo? ¿Qué importa, pienso, si la sombra aciaga se cierne sobre vosotros? 

Claro que importa. Lo entiendo. Te entiendo… Pero piénsalo, ¿qué más da? Si mientras tanto vais a estar más vivos, más lúcidos, más intensos. Conozco tu tristeza, amigo mío, y por eso te animo a que sigas sin miedo. El miedo va a estar siempre ahí puesto que gracias a él hemos podido llegar hasta el momento en el que te escribo esto. Sin embargo no debes ser su presa. Así que acércate más a ella, hasta que solo habléis el idioma de la piel, y entrégate. Salta de lleno a sus brazos y acepta su llamada. 

Deja que ella, toda mujer, te guíe mientras camina sobre la línea del ahora o nunca. Porque estáis en un ahora o nunca y por eso sois el núcleo de la maravilla. Las notas vibrantes sobre una armonía ya compuesta pero no interpretada. Sois vosotros, artífices y elementos, quienes vais a darle un significado. Debes ayudarla a ser el acto… No escatimes. No cometas el error de ser prudente ahora para no sufrir porque eso te hará sufrir el doble. Puede que incluso el triple. Por eso te digo que avances. Que avances con los ojos cerrados pero no ciegamente. Toca, huele, saborea. Tu vista ya no está en tus ojos.

Eres parte de un privilegio que completáis cuando estáis juntos. Cuando os pensáis, cuando os preocupáis el uno por el otro. En cada película que compartís, en todos los sueños, en cada viñeta de cómic. No jodas, tío, no te niegues ser la fuerza de su valentía. 

Y vive, vive todos y cada uno de los instantes al máximo. No es una guerra contra el tiempo, no es una carrera contra el destino de todos los seres vivos… ¿Qué es? Es un regalo. Cada uno de los segundos que hagáis de fuego volcánico y viento celeste representa una oda a la vida. 

Este es tu regalo, amigo mío, este y ningún otro. Porque ella te ha brindado la oportunidad de vivir plenamente, de sentir por completo, de ser. ¿Y sabes por qué? Porque solo el amor nos salva. Así que no temas, no temas, porque yo estaré ahí cuando me necesites, cuando el dolor sea denso y oscuro, de petróleo en el alma, y te recordaré que estás viviendo algo maravilloso con una persona que, para mí, es la vida en su forma más mágica. Niña y mujer. Poder del que habrás de aprender y al que podrás enseñarle.

Dibújala en papel y en tus retinas. Deja un lienzo maravilloso en tu memoria del que te pediré, de vez en cuando, que me relates recuerdos. De ese modo, y esperando que no os sepa mal, seré parte de toda la felicidad que podéis llegar a acumular ahora en vuestros corazones.

Vamos, vamos… Vive la bendición con la que yo por ahora solo puedo soñar.

Vosotros dos. Ahora.

Lips

Me apetece besar. Es la forma más sencilla de disolverse en el espacio y el tiempo. Me apetece besar, apoyar mis manos en la cintura de una chica, ojalá la chica, y avanzar a través del aire que separa nuestras bocas. Caminando despacio, sobrevolando esa vertiginosa distancia de unos centímetros. Unos centímetros nada más. Y llegar hasta sus labios. Cerrar los ojos mientras recorro cada parte de su boca encendida de ansia, de duda, y deseo. Tal vez temblando los dos cuerpos;  el alma agitada. 

Me apetece que ocurra porque cuando beso puedo recordar todo pero sin atraparme en nada. Puedo observar lo que aprendí sin que me duela lo perdido y compartirlo con esa persona nueva para renovarme yo a mí mismo. Es soñar con plena consciencia mientras la sangre sale impulsada del corazón acelerado llegando a cada músculo, activando todas las terminaciones nerviosas, llevando vida a la carne y a lo que palpita debajo de la piel. Besar es un viaje, cada beso, de hecho, es un salto en el tiempo, un recorrido de promesas y posibilidades que cada mente elabora o encuentra por sí misma de manera ajena a la otra. 

Pero aun así se implican ambos individuos. Es un egoísmo feliz y altruista. Besar consigue esas cosas. Besar es una puerta dimensional indiscutible.

Da sed y hambre y aumenta el sentido de la vista porque se hace con los ojos cerrados; incrementa el oído hasta el punto de escuchar a tu corazón. ¿Y el tacto? El tacto se dispara. Me apetece saltar al interior de esa vorágine, al centro nervioso de ese pasaje que altera todas las percepciones ordenándolas. Besar es, de un modo científico, pura magia. 

La inmensidad del mundo, del cosmos, de todas y cada una de las partículas se hace patente cuando se entrelazan dos lenguas, cuando se mezcla la saliva y se confiesan los secretos más íntimos. Porque al besar se libera la luz y la oscuridad y se habla abiertamente de ellas. De lo que nos da miedo y de la esperanza. De la fe, del recuerdo, de lo necesario para cada uno. Besar es la llave que abre las cámaras más profundas de la identidad de quienes se besan porque es un lenguaje de acto, emoción y sensaciones, y la palabra no puede delimitarlo en un párrafo de tres líneas. 

Besar rompe la gramática y la sintaxis y entrega un resguardo, un refugio, ilimitado e infranqueable. El entorno se silencia aunque un ruido ensordecedor te rodee. Aunque el mundo se quiebre y los cielos se abran no habrá tragedia para quien esté besando en ese momento porque su mundo será otro. Besar es eso. Besar es poderse olvidar del frío, mirarlo desde la distancia, ostentar una tregua invulnerable que no podrá traspasar mientras se sellen los labios, se suspire en el rostro de enfrente, se estimule el precipicio poético que empieza en la mandíbula y termina en el hombro. 

Me apetece besar. Porque me apetece, sin tener que decir nada, explicar cómo me siento, quién soy, y qué fantasmas pueblan mi reino. 

 

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